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«Nosotros, los rusos, tenemos dos patrias: Rusia y Europa»
Fedor Dostoievsky
Es modélica la anécdota, tantas veces usada, tantas veces adecuada, de que el príncipe Vladimir de Kíev eligió para su pueblo como religión de Estado el cristianismo ortodoxo porque, al regresar de su peregrinaje en busca de luz y de una senda adecuada y honesta para la gente de Rus, sus emisarios le refirieron una ceremonia vivida, sentida, en la basílica de Santa Sofía, en Constantinopla, con esta confesión de confusión y sinceridad, según la cual habían accedido a «tanta belleza, que no sabríamos como describirla», hasta el punto que “no sabíamos si estábamos en el cielo o en la tierra».
En 1997, el cardenal Joseph Ratzinger, mucho antes de acceder él mismo al Papado, comentaba de esta motivación a través de la belleza para establecer un credo, una forma de ser, y por lo tanto de fabricar un destino para Rusia, que “Lo que convenció de la verdad de la fe, celebrada en la liturgia ortodoxa, a los enviados del príncipe ruso  no fue una especie de argumentación misionera, cuyas motivaciones les habrían parecido más iluminadoras que las de otras religiones. Lo que les impresionó fue más bien el misterio como tal, que, yendo más allá de la discusión, hizo brillar para la razón la potencia de la verdad”.
Esta adopción de los modos bizantinos, de la fe y la liturgia y la estética de la segunda Roma, determinará para siempre la creación artística rusa, hasta el extremo que los primeros iconos rusos, por mucho que fueran traídos directamente de Constantinopla, tendrán como consecuencia, como heredero lejano pero directo, nada menos que, a decir de Nicholas Rzhevski, las vanguardias del siglo XX, ya que explican por  “la familiaridad de los artistas rusos con los elementos que no son figurativos ni realistas de los antiguos iconos, lo cual habría fomentado esa capacidad de reconocer el valor y el sentido del arte moderno y alentado una búsqueda de la verdad más allá de la apariencia de la realidad”.
Louis Réau opone la pintura de iconos a la pintura occidental para recalcar la distancia que los iconos mantendrán con la realidad: “En este sentido, la ikonopis se opone a la shipovis, o sea la pintura viva o de la naturaleza importada del Occidente. La pintura de los iconos, de origen bizantino, es exclusivamente religiosa, mientras que la pintura occidental ilustra, de preferencia, temas profanos. Esencialmente tradicional, se preocupa ante todo de ser fiel a los modelos consagrados y desconfía de toda innovación, iconográfica o técnica, como de una herejía.
Abstracta e impersonal, trata de no dar una representación concreta e individual de la vida. Su objeto no es reproducir la realidad ni simular la apariencia con los artificios de la perspectiva. Es una pintura plana, de dos dimensiones, que se limita a cubrir y decorar una superficie sin tratar de dar la ilusión de espacio y de profundidad”. Juan Alberto Kurz Muñoz, pionero y guía de los estudios sobre arte ruso y soviético en España, en su estudio sobre la evolución del arte ruso hacia el Realismo Socialista, sitúa a la pintura de iconos, en cuanto propaganda de la religión, en el inicio de un proceso que, queriendo amalgamar arte, verdad y bondad, llevará, de dogma en dogma, hasta el arte oficial de la era estalinista.
Si unimos a todo ello “la potencia de la verdad” y cómo ha sido encarnada la verdad, todas las verdades, por los diversos autócratas que en Rusia han sido, se comprenderá mejor cómo el arte ruso, nacido en un suburbio de Bizancio, llevado primero a Kíev y Suzdal y después amalgamado con el crisol comercial de Novgorod, terminará, tras pasar por influencias francesas, italianas, alemanas, holandesas y españolas (por más que Réau en su clásico tratado quiera difuminar todo rastro que no sea francés), por volver justamente a eso: a la doctrina, al anuncio de un credo político que recitar ante imágenes de virtud y de esfuerzo. Todo ello posible en el marco temporal que proponía la que fue la primera presentación de los fondos de la Colección del Museo Ruso en Málaga, que tuvo por límite más próximo a nosotros el año en que la revolución de Octubre cumplía medio siglo: 1967.
La continuidad de la línea no realista del arte ruso, esto es, bizantinista, se vio reforzada por la exigencia inmovilista del clero ruso, lo que explica su vigencia hasta bien entrado el siglo XVII. A tal respecto, informa Réau: “El claro ortodoxo trató de frenar las innovaciones que lo inquietaban y que reprobaba como sacrílegas. El Nomokanon  ordenó a los pintores de iconos atenerse estrictamente a la tradición: el pintor de iconos debe reproducir fielmente las antiguas imágenes; no debe añadir nada por su propia cuenta, ni siquiera una iota.
El Stoglav o Concilio de los Cien Capítulos, reunido en Moscú en 1551 y que desempeñó un papel tan importante para la iconografía rusa como el Concilio de Trento para la depuración de la iconografía católica, todavía reforzó las prescripciones: Los prelados deberán controlar, cada uno en su diócesis, que los pintores de iconos reproduzcan los antiguos modelos y se abstengan de toda fantasía. Deben tener los ojos fijos sobre las obras de sus precursores y así tomarán como modelo los mejores iconos. El peso abrumador de la Iglesia ortodoxa se delata por un dato elocuente proporcionado por Orlando Figes: “Cuando Pedro llegó al trono, en 1682, la imprenta de Moscú no había publicado más de tres libros de naturaleza no religiosa desde su fundación en la década de 1560”.